Bilis

Era previsible que, después de tanto tiempo mordiéndome la lengua, se abriera una herida en el músculo por la que saliera toda la bilis acumulada, a pesar de que mis dientes, carceleros, vigilaron día y noche para que no escapara ni una palabra rebelde de mi boca.

Al final se ha producido la inevitable fuga de rabia contenida, un Chernóbil que ha impregnado de hiel el mundo que me rodea. La llaga comenzó a sangrar sobre mi teclado y gota a gota se formó en el suelo de mi despacho un charco sobre el que flotaban las promesas incumplidas, caducadas por haber pasado demasiado tiempo en el fondo de la despensa.

El charco, rebosante de amargura, se expandió hasta empantanar por completo el suelo de mi casa. En el interior de ese líquido viscoso se podían identificar, sin necesidad de analizar una muestra con el microscopio, algunas de las sustancias que llevaban durante mucho tiempo envenenando mi organismo. Había menosprecios, cuentas pendientes y displicencia en la composición de este veneno, bebedizo que me tragué sin rechistar durante mucho tiempo, convencido de que, a largo plazo, se harían patentes las propiedades beneficiosas que se podían leer en el prospecto.

Menos mal que el cuerpo a menudo es sabio y te invita a expulsar lo que te está matando por dentro. El lago rabioso que brotó de mi boca ahora es un río desbordado que anega cada una de las calles de la ciudad y ensucia todo lo que se encuentra a su paso. La corriente arrastra los cadáveres de la confianza, la esperanza, la ilusión, la fe, la generosidad, la paciencia y la sonrisa. A su lado flota todo lo tóxico que emponzoñaba mi interior: el orgullo, la impotencia, la asfixia, el miedo, la desidia, el deseo de blasfemar hasta que algún Dios se sienta aludido.

Supura la herida ahora que me he vaciado y toda la mierda baja hacia el mar, que en el lenguaje poético es, indistintamente, símbolo de redención y de muerte. La bilis se terminará secando y la cicatriz en la lengua escuece, pero terminará sanando.