El juicio

Mañana tengo el juicio contra mis padres por la ausencia de regalos de los Reyes Magos de las últimas navidades. No sé si se van a presentar a la vista, porque nunca se han tomado demasiado en serio mi denuncia. Por mi parte allí estaré, vestido con el elegante traje que me he comprado para la ocasión. Lo eligió mi abogado, que cree que lo podemos contabilizar como gastos judiciales cuando reclamemos las costas del proceso. Normalmente la ropa me la compra mi madre, pero la relación en casa está muy tensa desde que llegó la citación del juzgado. Seguro que me habrían dejado sin comer si no tuvieran miedo a ir a prisión por negarle el alimento a un menor. Por mi parte, creo que he llevado esta situación con bastante madurez para mis ocho años de edad. No como ellos, que se han comportado como críos desde el primer momento.

Os preguntaréis cómo hemos llegado a esta situación. Todo comenzó hace unos meses, en vísperas de la llegada de los Reyes Magos. Fue mi padre quien lanzó la advertencia: “como te portes mal, este año no vienen los Reyes”. No era la primera vez que me lanzaba esa amenaza, a pesar de que nunca he dado motivos de peso para que me castiguen. No soy un santo, estamos de acuerdo. A veces dejo los juguetes tirados por el pasillo, grito si cambian de canal cuando estoy viendo algo en televisión y pataleo cuando me llevan por la fuerza a la ducha. ¿Quién merece quedarse sin regalo Reyes Magos por esas nimiedades? Tomás, un chico de mi clase, pegó en el recreo a un niño árabe y los monarcas le trajeron un móvil, así que yo diría que tienen el listón de los castigos bastante alto.

Cuando mi padre amenazó con avisar a los Reyes de que no vinieran porque no me había portado bien, monté en cólera y fui malo de verdad: pinté las paredes del pasillo con ceras, liberé por la ventana a nuestro periquito Doni, tiré por los suelos todos los retratos familiares y me declaré en huelga de hambre hasta que me presentaran una declaración jurada de Melchor, Gaspar y Baltasar prometiéndome que cumplirían todas y cada una de las exigencias de mi carta.

Pero mi padre siempre tuvo mucho cariño a Doni, así que me denunció ante los Reyes Magos como venganza por su pérdida y me quedé sin regalos. Ni siquiera me trajeron carbón, ese miserable premio de consolación, porque mi madre es dentista y tiene muy restringido el acceso a los dulces en esta casa. Es incalculable el dinero que me voy a gastar en terapia cuando sea mayor para borrar aquel traumático 6 de enero en el que madrugué con ilusión sin recibir nada a cambio, mientras mis padres se encerraban en su habitación a jugar con un obsequio de Sus Majestades que no quisieron enseñarme.

La guerra con mis progenitores se prolongó durante los siguientes días y ya tenía decidido escaparme de casa cuando hablé con un amigo de mi padre que había venido de visita. Resultó que este señor, al que le olía el aliento a una hierba aromática que no sabría identificar, es uno de los mejores abogados de la ciudad. Le conté mi caso y asumió mi defensa cuando le enseñé todo el dinero que tenía ahorrado en mi hucha. Me ha asegurado que, si ganamos, lograremos que los Reyes Magos me envíen los regalos confiscados y tendré derecho a una indemnización por daños y perjuicios. Eso sí, me aconsejó que me comportara lo mejor posible hasta el día del juicio y así lo he hecho. Espero que mis padres lo tengan también en cuenta para los Reyes de este año.

El Sorteo

Ya han pasado cinco años desde la última vez que me tocó celebrar la Navidad. Nunca hubiera pensado que iba a echar tanto de menos esta celebración. Vivía estos días con desgana cuando se trataba de una fiesta universal, pero ahora que se ha convertido en un evento restringido, cuando se acercan estas fechas, me pongo nervioso como un chiquillo y apenas puedo dormir durante los días previos al Sorteo.

A todos nos pareció una buena idea en su momento. Somos muchas personas y los recursos del planeta son limitados, así que era una barbaridad que, cada vez que llegaba la Navidad, el mundo entero se entregara durante tres o cuatro semanas al consumo desaforado. No le dimos importancia hasta que empezaron a aparecer señales de alerta. La primera crisis fue aquel año en el que se produjo una gran escasez de papel de regalo. Los envoltorios se convirtieron en un artículo de lujo y en los hogares más modestos hubo que recurrir a viejos trozos de tela para cubrir los obsequios que se colocaban bajo el árbol. Desde entonces, cada año había dificultades para adquirir algún producto navideño. Hubo una crisis del espumillón, otra de las figuras del Belén y, finalmente, la de la extinción definitiva de los langostinos.

Otro problema que se agravó con el tiempo es el del precio de la electricidad durante la Navidad. Los ayuntamientos de todo el mundo iniciaron una escalada competitiva para tener en su ciudad la iluminación más vistosa. Casi toda la potencia generada se destinaba a la ornamentación de las calles, mientras las familias pagaban cantidades desorbitadas en sus facturas. Los apagones por sobrecarga de la red por exceso de consumo eran frecuentes en aquellas ciudades que aspiraban a que su decoración estuviera al mismo nivel que la de Nueva York y la delincuencia afloraba en los momentos de oscuridad.

Las autoridades mundiales decidieron que había que poner freno a una situación que se agravaba cada año. En una cumbre celebrada en Abu Dabi se llegó a la conclusión de que no era sostenible que todos los habitantes del planeta celebraran la Navidad al mismo tiempo. Tras estudiar durante varios días distintas alternativas, los gobernantes acordaron que solo un tercio de la población disfrutara cada año de estos días y aprobaron la creación de un mecanismo democrático para elegir qué ciudadanos tenían derecho a celebrar estas fiestas. Así se instauró El Sorteo, que se celebra cada 22 de diciembre. Todo el mundo tiene una papeleta y el azar decide en qué hogares puede haber regalos, villancicos y copiosas cenas navideñas. El resto de ciudadanía tiene que abstenerse de festejar y vivir estas fechas con extrema moderación.

Desde que se implantó este sistema a mí me ha tocado celebrar la Navidad una vez. El problema es que no le tocó a nadie más de mi familia, así que aquella Nochebuena la pasé solo. Eso sí, me puse las botas. Nunca me he gastado tanto dinero en una cena y brindé frente al espejo con el champán más caro que pude permitirme. Puede pasar mucho tiempo hasta que tu nombre vuelva a salir en el sorteo, así que hay que aprovechar cuando la fortuna te sonríe.

Ahora llevo cinco años de abstinencia navideña. Hay sanciones millonarias para las personas que intentan saltarse la ley. Puedes perder tu casa por comprar ilegalmente un cochinillo, así que no merece la pena correr el riesgo. Somos muchos quienes sospechamos que El Sorteo está amañado para que toque con más frecuencia en los hogares más pudientes, pero no podemos demostrarlo. No tenemos más remedio que confiar en un sistema que es bueno para el medioambiente y reduce la delincuencia. Además, tengo el presentimiento de que este año me toca. Tengo tanta fe que ya he escrito hasta la lista de la compra.

El corazón y el camino

El corazón herido y el camino agrietado pueden ser pisoteados reiteradamente y, a pesar del dolor, seguir conduciéndonos a alguna parte. Una acera no se detiene a lamentarse por las cicatrices en sus baldosas y las huellas que dejan marca en el músculo cuando está demasiado fresco se borran al mudar de piel. En las calles y en las almas hay tormentas que calan hasta los huesos, pero hasta el temporal más pertinaz sucumbe ante un pavimento consistente y un espíritu inquebrantable. A lo largo del recorrido son frecuentes los tropiezos y no es extraño equivocarse de rumbo, ya que no hay brújula que pierda más el norte que una que funciona con latidos. La senda es una compañera fiel que te aguarda cuando te desorientas y cada vez que se te acelera el pulso y paras para recuperar el resuello. El corazón herido y el camino agrietado echan sus magulladuras en la mochila y, a pesar del peso, no dejan de viajar hasta que llegan al mar. 

La carta de Andrés

Un mantel rojo, unas velas y la vajilla buena, la que le regalaron sus padres el día de la boda. Andrés se sirve una copa mientras contempla con satisfacción la decoración de la mesa del comedor. El vino está buenísimo y el aroma que llega desde la cocina es tan delicioso que no puede evitar relamerse. Todo está preparado, así que Andrés coge el mando de la televisión y se dispone a descansar un poco antes de la cena, pero alguien llama a la puerta justo cuando está a punto de sentarse en el sofá. 

Andrés abre y se encuentra frente a un hombre alto, trajeado y de orejas puntiagudas que lleva una carpeta bajo el brazo. 

—Buenas noches. ¿Es usted Andrés Corcuera? 

—Sí, señor. ¿Qué desea? 

—Mi nombre es Legolas Rodríguez y vengo en representación de don Nicolás. ¿Puedo pasar? No le robaré mucho tiempo. 

—Pase, pero no sé de qué don Nicolás me está usted hablando. 

—Mi jefe tiene muchos nombres, pero creo que en este país ustedes lo conocen como Papá Noel. ¿Le importa que me quite la mascarilla? He recorrido miles de kilómetros con ella puesta y creo que la goma está empezando a penetrar en mi piel. 

—Claro, póngase cómodo en el sofá. Yo me sentaré en una silla, así estaremos a una distancia adecuada. ¿Qué ocurre? 

El hombre trajeado se acomoda en el sofá y, tras ponerse las gafas que lleva atadas al cuello con un cordel, abre la carpeta y saca unos documentos. 

—Señor Corcuera, el motivo de mi visita es que hemos detectado pequeñas irregularidades en su carta a Papá Noel y es necesario que las subsanemos para que usted pueda recibir sus regalos de Navidad esta noche. 

—¿Irregularidades? No lo entiendo, esto no me había pasado antes. 

—Eso es porque no suele contratar nuestros servicios. Según nuestra base de datos, usted suele trabajar con los Reyes Magos, pero este año ha decidido escribirnos a nosotros. ¿A qué se debe ese cambio? ¿No está satisfecho con los últimos regalos que le trajeron sus majestades de Oriente? 

—Siempre se han portado bastante bien, pero necesito que mi pedido llegue antes de que termine 2020 y ustedes vienen antes. Ha sido un año de mierda, supongo que no hace falta que se lo explique. 

—Entiendo, quiere usted terminar el año con una pequeña alegría. Nos ocuparemos de ello, para don Nicolás lo más importante es la satisfacción de sus clientes. Sin embargo, tengo aquí su carta y hay alguna cosa que debemos corregir. 

—¿A qué se refiere? 

—Para empezar, hemos repasado varias veces su misiva y en ningún párrafo leemos que usted pida salud. ¿Está seguro, después de todo lo que ha ocurrido este año? Perdone usted, pero a mí me parece una imprudencia. 

—No voy a desperdiciar un deseo pidiendo algo que no me podéis garantizar. ¿Cuántas personas pidieron el año pasado salud a Papá Noel y a los Reyes Magos? ¡Seguro que ustedes leyeron esa solicitud en millones de cartas! ¿De qué ha servido? Más de 75 millones de personas han cogido el coronavirus en todo el mundo y casi dos millones han muerto. ¿Qué ha hecho su jefe para evitarlo? Por no hablar de otras enfermedades que matan a miles de personas cada año, como el cáncer. ¿Me va a traer Papá Noel una cura contra el cáncer si se la pido por escrito? Disculpe que me irrite, pero es que hay mucha publicidad engañosa en la Navidad. Por eso en mi carta pido regalos prácticos, nada de fantasías abstractas. 

—Tiene razón. Sin embargo, necesitamos que ponga usted que desea salud. Es un formalismo imprescindible para que su carta entre en registro, una cuestión de burocracia navideña. Es cierto, no podemos garantizarle ese regalo, pero le prometo que haremos todo lo posible. 

—Está bien, añada usted que quiero salud. Y también dinero y amor. Y la paz en el mundo, así tenemos la familia de tópicos al completo.

—Muchas gracias, así lo haremos, aunque sabe que tampoco le podemos garantizar esos productos. Por otro lado, hemos observado que nos pide una cantidad muy elevada de bebidas alcohólicas. ¿A qué se debe esa petición? 

—Eso no es de su incumbencia y no pienso modificar mi solicitud. Si a Papá Noel no le gusta todavía estoy a tiempo de escribir a los Reyes Magos. 

—¡Disculpe, no era mi intención ofenderle! Solamente queríamos comprobar que la cifra que pone en la carta es correcta. Una vez llevamos a una casa cien pares de calcetines porque la persona que nos escribió puso un cero de más. Una última cosa, la carta está sin firmar. Si no le importa, tiene que usar un bolígrafo suyo. La normativa sanitaria nos prohíbe tocar objetos de nuestros clientes. 

Andrés se levanta para coger una pluma y, tras firmar la carta, se la devuelve el hombre trajeado, que se levanta después de guardar todos los documentos en la carpeta.

—Ahora sí que está todo en regla. Esta noche tendrá sus regalos debajo del árbol. Disfrute de su cena de Nochebuena, viene un olor delicioso de esa cocina. ¿Dónde está el resto de su familia? 

—No va a venir nadie. Mi mujer murió en primavera y mi hijo no ha podido viajar por las restricciones de movilidad. No tengo a nadie más. 

—¡Cuánto lo siento! Llevo muchos años en este negocio y no recuerdo una Navidad tan funesta. 

—¿Le gustaría quedarse a cenar? Seguro que le espera un largo viaje de vuelta, no tiene por qué hacerlo con el estómago vacío, tengo cordero de sobra. 

—La verdad es que no me lo permite el reglamento. Sin embargo… ¡Qué diablos, voy a hacer una llamada a la oficina para pedir permiso! Solo una condición: por favor, llámeme Legolas. 

—Por supuesto, Legolas, puedes llamarme Andrés. Voy a la cocina a por un plato y cubiertos. Te traigo también una copa, tienes que probar este vino. 

Cantas mejor que yo

Canta mejor que yo la araña que teje

sobre la partitura de seda

una canción sobre el tiempo perdido

para atrapar a la mosca embelesada,

al polvo que ejerce de testigo de cargo

y a la sonámbula mirada del insomne

Canta mejor que yo la acuarela que tiene

la tonalidad ausente en mi rostro

y más musicalidad que mi poesía

Cuando el pincel quiere ser batuta

y la paleta cuerdas de guitarra

un cuadro suena como Paco de Lucía

Cantan mejor que yo las mudas fotos

porque han visto mundo y esconden relatos

turbios tras las versiones oficiales.

Afectan a la voz el vértigo, la desidia,

los pasaportes caducados

y los nudos que nos sujetan a la silla

Canta la rana debajo del agua

y canta mejor que yo, que me ahogo

cuando llega el otoño y se llena de nuevo

el estanque de lágrimas y los versos

se secan hasta la llegada del invierno

y se congelan la garganta y la pasión

Cantan mejor que yo mis latidos

Canta mejor que yo el boli sin tinta

Cantan mejor que yo mis tripas

Cantan mejor que yo tus vestidos

Y, por supuesto,

cantas tú mucho mejor que yo,

por eso te toca a ti cantarme

que te mueres por tener algo conmigo

Enfrentamientos

La libertad contra la nevera. La esperanza contra los informativos. El placer contra la culpabilidad. Nuestra patria contra su bandera. Las ganas de arriesgar contra el miedo a perder. La tormenta contra la calma. Tu Madrid contra mi Barça. La barra contra la pista. La tinta contra el teclado. El concebollismo contra el sincebollismo. El amanecer del que madruga contra el amanecer del que trasnocha. El político contra su programa. La música alta contra el silencio atronador. Las mil palabras contra la imagen. El amor contra el reloj. La economía contra el mundo. Tu felicidad contra la de los demás. El horrible pasado contra el descorazonador presente contra el aterrador futuro. La prosa contra la rima. La prisa contra la pausa. La lágrima contra la risa. La brisa contra el cierzo. El sexo contra la castidad. Los lobos contra las ovejas. Los tomas contra los dejas. Las ganas de vivir contra la vida. La dignidad contra todo.

Versos libres

Belleza sin carácter en pocos caracteres

Poesía anoréxica que se ve guapa en el espejo

Moda que se desnuda en la primera lectura

Renuncia cobarde a perderse en lo complejo


Prefiero estrofas con gritos y susurros

Principios que quieren ser lo primero

Recursos para lanzarse a la aventura

Apostar por una lírica sin miedo


Cautiva y desarmada la rima

Ausencia de música en el texto

sílabas frígidas y uniformadas

Comida rápida para los sentimientos


Prefiero la anarquía proclamada por la pluma

Métrica cuando hay que coger el metro

Poesía profunda que aspira a iluminar

Versos libres que no renuncian a ser versos

 

Autor con marca pero sin producto

Simplicidad impuesta por decreto

Lírica acobardada por el negocio

Estética que no busca correr riesgo

 

Prefiero jugar a ser Dios con las palabras

Escribir como moldea el alfarero

Poetas con alas que vuelan al Olimpo

sin perder la brújula de los maestros

Ventajas de una ciudad muerta

Una de las ventajas de vivir en una ciudad muerta es que hay mayor margen de maniobra para experimentar tratamientos contra los males que la han llevado a la tumba. Cuando una ciudad está viva hay que tener cuidado, porque un error en la mesa de operaciones la puede mandar al otro barrio. Sin embargo, con una ciudad muerta podemos probar casi cualquier cosa sin miedo a causarle mayor daño. La autopsia a una ciudad muerta nos permite ser imaginativos, probar técnicas que no se han usado antes, investigar detenidamente sus tumores y extirpar órganos que consideramos esenciales porque nadie, hasta ahora, ha intentado subsistir sin ellos.

En la mesa del forense podemos observar detenidamente si la ciudad cadáver tiene los pies torcidos porque nunca ha caminado en la dirección correcta, si tiene los pulmones ennegrecidos porque ha respirado aire contaminado y si tiene agujeros en los bolsillos porque alguien ha cortado la tela para que se le caigan las monedas que guarda en el pantalón. A la ciudad muerta podemos curarle las heridas que no nos atrevemos a tocar cuando está viva, porque ya no importa que el paciente se queje del dolor, que vaya a quedar una cicatriz o que salga pus a borbotones. Podemos trasplantarle extremidades de metal, ojos que observan al mundo desde un prisma distinto e incluso diseñarle un nuevo corazón a su medida.

Seguramente todo este trabajo científico no servirá para revivir a nuestra ciudad difunta, pero reuniremos datos que serán útiles para salvar a otras urbes que agonizan. Y si logramos la resurrección, siempre que nuestra criatura no sea un engendro peligroso que se rebela contra su creador, como le ocurrió a Víctor Frankenstein, nos espera un merecido premio de la Academia Sueca.

En cualquier caso, merece la pena donar una ciudad muerta a la ciencia, porque no la podemos matar dos veces y, en el peor de los casos, siempre habrá algo aprovechable en el cadáver: tejidos para trazar nuevos mapas, huesos para levantar monumentos funerarios, vísceras para alimentar a los pobres de otras ciudades.

Mundo nuevo

Inspirado en un poema de Juan Ramón Jiménez

A ver si me muero ya. He vivido bastante, no merece la pena mantenerme atado a este mundo con tubos y cables. En cualquier momento alguien más joven necesitará esta cama. Ellos tienen prioridad, quizás no se la hayan ganado todavía, pero es justo darles un poco más de tiempo. Es ley de vida, los viejos tenemos que morir primero. Me parece justo.

Me pregunto si alguien me daría las gracias por desenchufarme voluntariamente y ceder a un chaval esta máquina que me permite respirar. Lo dudo, sería un sacrificio sin reconocimiento, ni presente ni futuro. Los jóvenes de hoy desconocen la gratitud y huyen de la memoria. Algunos salen cada mañana a correr por la ribera de un río que no saben cómo se llama. Y no les importa, no tienen interés en saberlo. Solo los ancianos procuramos no olvidar los nombres de las cosas, cuando ellos necesitan saber algo lo buscan en internet. La mayoría ni siquiera sabe cuándo se construyó la urbanización en la que viven. Yo sí lo sé, porque estuve allí hace más de treinta años, empujando carretillas de cemento bajo un sol abrasador, cuando aquello era un terreno plagado de malas hierbas habitado por sabandijas y el único rastro de presencia humana era una jeringuilla abandonada por un yonqui. Ninguno dedicará un segundo de su vida a pensar en los obreros que, ladrillo a ladrillo, levantamos el edificio que ellos llaman hogar. Naturalmente, tampoco saben que nosotros construimos este hospital. Igual se piensan que siempre estuvo aquí, que no hubo que pelear en varios frentes para que en esta ciudad hubiera una atención sanitaria digna.

Si nos morimos los viejos quedará un mundo de jóvenes desmemoriados que dan la espalda al pasado. Ellos nunca pensarán en mí, si acaso mi hija, tal vez mis nietos… En cambio, yo estoy preocupado porque un chaval al que no conozco puede necesitar el respirador que estoy utilizando. No estoy siendo justo conmigo mismo. No quiero medallas ni que me recuerden en los libros de historia, pero después de todo lo que he trabajado creo que me merezco, como mínimo, una cama en este hospital que he ayudado a construir con mis propias manos. Quiero dejar libre el espacio que estoy ocupando en la UCI, pero no pienso salir de aquí con los pies por delante.

Debo encontrar otra manera…

—¡Dios mío, ha abierto los ojos! ¡Lo has conseguido, Marcelo, estás despierto! Rápido, avisad al doctor ahora mismo. Yo voy a llamar a su hija para decirle que su padre ha vencido.

Bilis

Era previsible que, después de tanto tiempo mordiéndome la lengua, se abriera una herida en el músculo por la que saliera toda la bilis acumulada, a pesar de que mis dientes, carceleros, vigilaron día y noche para que no escapara ni una palabra rebelde de mi boca.

Al final se ha producido la inevitable fuga de rabia contenida, un Chernóbil que ha impregnado de hiel el mundo que me rodea. La llaga comenzó a sangrar sobre mi teclado y gota a gota se formó en el suelo de mi despacho un charco sobre el que flotaban las promesas incumplidas, caducadas por haber pasado demasiado tiempo en el fondo de la despensa.

El charco, rebosante de amargura, se expandió hasta empantanar por completo el suelo de mi casa. En el interior de ese líquido viscoso se podían identificar, sin necesidad de analizar una muestra con el microscopio, algunas de las sustancias que llevaban durante mucho tiempo envenenando mi organismo. Había menosprecios, cuentas pendientes y displicencia en la composición de este veneno, bebedizo que me tragué sin rechistar durante mucho tiempo, convencido de que, a largo plazo, se harían patentes las propiedades beneficiosas que se podían leer en el prospecto.

Menos mal que el cuerpo a menudo es sabio y te invita a expulsar lo que te está matando por dentro. El lago rabioso que brotó de mi boca ahora es un río desbordado que anega cada una de las calles de la ciudad y ensucia todo lo que se encuentra a su paso. La corriente arrastra los cadáveres de la confianza, la esperanza, la ilusión, la fe, la generosidad, la paciencia y la sonrisa. A su lado flota todo lo tóxico que emponzoñaba mi interior: el orgullo, la impotencia, la asfixia, el miedo, la desidia, el deseo de blasfemar hasta que algún Dios se sienta aludido.

Supura la herida ahora que me he vaciado y toda la mierda baja hacia el mar, que en el lenguaje poético es, indistintamente, símbolo de redención y de muerte. La bilis se terminará secando y la cicatriz en la lengua escuece, pero terminará sanando.

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